En el momento de escribir esto (25/4 poco antes del mediodía), hay en el
mundo, según datos oficiales recogidos por la Universidad Johns Hopkins,
2.828.772 casos confirmados de infección de Covid-19, y 197.924 fallecidos por
la acción de este virus, a nivel mundial en ambos casos. De acuerdo a estos
datos, la tasa de mortalidad es del 7%, pero, considerando que muchos
portadores del virus son asintomáticos, es razonable suponer que la tasa de
mortalidad es inferior al 5% (se estima que la mitad de los contagiados, o más,
son asintomáticos, de donde surgiría que la tasa de mortandad sería del 3,5% o
menos). En cualquiera de estas apreciaciones, la mortandad del virus es baja,
estando apenas por encima de la del dengue, que es de aproximadamente de un
2,5%. No sería muy desatinado decir que se trata de un virus “benigno”. Sin embargo,
el Covid-19, a diferencia del dengue, provoca una crisis mundial, cuyas
consecuencias a mediano y largo plazo estamos lejos de imaginar. Dado que no es
la letalidad lo que caracteriza al virus, el problema no radica allí sino en su
alta contagiosidad, lo que lleva a colapsar los servicios de salud
(debilitados, en casi todas partes, por otra pandemia: el llamado “neoliberalismo”,
que no es más que la consecuencia de la lógica capitalista históricamente
desarrollada). Pero hay otro factor histórico singular. Si comparamos esta
pandemia con otras mucho más agresivas y mortales, como la peste negra del
siglo xiv, cuya letalidad en
Europa se estima en algo más del 60% de la población total, encontramos que la
misma (originada, aparentemente, en Asia), tardó varios años en diseminar su
efecto deletéreo, a diferencia del Covid-19, que en tres meses se hizo presente
en casi todo el mundo. El “pico” epidémico se registró entre 1346 y 1353, y no
llegó a América, ni África, ni Oceanía. Esto es algo que, aunque parezca
trivial, debe concentrar nuestra atención.
La interconexión mundial ha eliminado las
fronteras naturales que se opusieron a la diseminación de otras pandemias (ni
siquiera la “gripe española” se universalizó como el Covid-19). Dicho en otras
palabras: no hay sitios de resguardo. David Harvey ha mostrado que el
capitalismo ha tenido siempre un recurso espacial para superar las crisis:
cuando enfrenta una crisis (política y/o económica), buena parte de la
reactivación surge de la relocalización de los centros de producción. Pero ¿qué
puede ocurrir cuando la parálisis es mundial, cuando no hay espacio de
relocalización? Esto es lo inédito. Y por ello no podemos prever los efectos a
mediano y largo plazo.
Cuando comenzó la pandemia, vista su
contagiosidad y la inexistencia de medicación para enfrentarla, hubo dos
actitudes de los gobiernos: los que recurrieron al único método, medieval, de
protección, que es la cuarentena; y los que, espantados por las consecuencias
económicas que suponía la cuarentena, optaron por apostar a la “inmunidad de
manada”. Esta segunda vía se demostró políticamente inviable (un gobierno no se
sostiene si gran parte de su población se enferma en simultáneo y se producen
muertes en gran cantidad), y económicamente más desastrosa que la primera, ya
que igualmente paraliza la economía (sea por la adopción tardía de la
cuarentena, lo que lleva a que la misma sea más larga y, en consecuencia,
económicamente más costosa, o porque, haciendo un ejercicio contrafáctico, la
economía se paraliza por la pandemia, porque la simultaneidad de enfermos hace
que los procesos productivos y comerciales colapsen), pero con mayores costos
políticos y económicos.
Se especula con la remake de un neokeynesianismo, con el reingreso del Estado como
actor central y organizador de la vida social. Todo es posible. Pero sabemos
que en la acción la humanidad es más creativa que con la imaginación (que
siempre queda anclada a modelos conocidos). No sabemos qué devendrá. En lo
inmediato, podemos suponer, con bastante certidumbre, que habrá una expansión
del control social, mansamente aceptado en nombre de la salud (desde la
propuesta de Google-Aple de smartphones que indiquen si hay un “leproso” cerca
nuestro, hasta los softwares que, tomando imágenes de cámaras públicas, señalen
quiénes incumplen con la distancia social, algo que ya se está aplicando en
China, país en el que el reconocimiento facial público también ya se puso en
práctica, igual que en Buenos Aires). Este mayor control social tecnológico, es
también, una leve forma de esclerosis del poder: si requiere de un soporte
tecnológico, es porque no se ha interiorizado completamente, es decir, carece
de total legitimidad, puede ser cuestionado. Por supuesto, que sea cuestionable
no significa que se lo cuestione. Eso dependerá, como todo y como siempre, de
la acción política. Y la acción política, a su vez, no podrá expandirse más
allá de los márgenes que le establezca la teoría social, es decir del poder de
cuestionamiento que esta pueda brindar.
La tarea de refundación del orden social,
tan en boga, abierta o implícita, en los discursos que rondan estos días, no la
puede llevar a cabo un virus. Si el orden social es creado por los humanos, a
los humanos corresponde cambiarlo. Con virus o sin él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario